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Crucero por la Patagonia: un viaje al fin del mundo

Por: Josue Corro 23 Abr 2019
Crucero por la Patagonia: un viaje al fin del mundo

Viajamos a Patagonia para descubrir los lugares más australes del mundo: desde Cabo de Hornos, glaciares y una isla repleta de pinguinos.


Viaja al fin del mundo en un crucero por la Patagonia, te contamos sobre nuestra experiencia y las actividades que podrás realizar en este increíble viaje por el cono sur

Es el fin del mundo. Las cimas nevadas de Los Andes y el gélido sabor del mar del Pacífico Sur me recordaron que estaba en una de las poblaciones más aisladas del planeta. Aquí el fin, es sólo el inicio de la aventura. Ushuia es un oasis que se abre paso entre cordilleras espolvoreadas de hielo y desde el avión que cruza medio territorio argentino se pueden ver montañas que mastican las nubes y en medio, justo a lado del crisol azul del océano, se distingue una villa que durante algún momento fue sede de una de las cárceles de mayor seguridad en Sudamérica.

Al llegar al aeropuerto, noté que los primeros días de la primavera permanecen escondidos. La ropa impermeable es el único uniforme que desfila entre los pasajeros que buscaban un taxi para dirigirse al centro de la pequeña ciudad. Ushuaia, desde hace varios años, se ha convertido en un resort de ecoturístico con nuevos hoteles de lujo. O, en mi caso, como puerto de tránsito antes de navegar por algunos días por los mares de la Patagonia.

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Patagonia: crónica de un viaje al fin del mundo

Arribé a Arakur, uno de los hoteles de lujo de la localidad y al momento de llegar a la habitación, lo primero que invadió mi vista fue un enorme ventanal que tenía como panorama la bahía con los barcos que aún descansan en el muelle.

Deambulé por los pasillos y descubrí sus primera joyas: una alberca con calefacción, hot tubs en intemperie y una zona para realizar hiking antes de oscurecer. Decidí salir a explorar la montaña que circunda al hotel y el ruido de la soledad del monte subartántico fue estremecedor: los únicos decibeles que percibí fueron mis pisadas entre la nieve -uno de mis sonidos favoritos de la vida- y el viento que soplaba entre las ramas secas de los árboles.

Arakur se encuentra a unos quince minutos del centro de Ushuaia y cuenta con un transporte que te dirige a la avenida principal, donde observé una gasolinera, el mar y restaurantes que ofrecen su platillo típico: centolla, un cangrejo gigante que se sirve hervido acompañado de arroz y ensalada. Las calles son empinadas, las banquetas angostas, pero la calidez de la gente que trabaja en la zona turística -cuatro o cinco cuadras llenas de comercios de souvenirs y tiendas de ropa invernal- es inolvidable; al igual que la arquitectura que mezcla una clara influencia escandinava con indicios modernos de concreto.

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-¿Sos mexicano?-Asiento, mientras un mesero me ofrece una taza de chocolate caliente, un ritual irremediablemente necesario después de caminar por una hora bajo un clima menor a los 5º. -No hay muchos de ustedes por acá, ¿eh?

– ¿Qué si hay?

-Mucho brasileiro, chileno, europeo… ¿qué hacés por acá?

– Me voy a un crucero

-Che, te vas a volver loco.

Y ese fue un adjetivo muy débil para describir la sensación que fue navegar y escalar entre fiordos, glaciares y los asentamientos helados del fin del mundo.

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CONQUISTAR CABO DE HORNOS

Hace cerca de 200 años, Charles Darwin, a bordo del mítico Beagle, rodeó la Tierra de Fuego y exploró suelos inusitados para el hombre. Más allá de cumplir con sus originales tareas cartográficas, la flora, fauna y geografía que encontró por estos lares, fueron la verdadera base de su teoría de la evolución.

Ahora, dos siglos después, Australis, una compañía de cruceros de expedición especializada en la navegación por la Patagonia, se inspira en aquel viaje para conocer uno de los pocos terrenos vírgenes que aún existen en el planeta, gracias a un plan de avistamientos y dos programas de desembarcos diarios.

La primera noche a bordo del Ventus -el navío más nuevo de la flota-, noté cómo a lontananza se encendían las luces de Ushuaia mientras navegábamos cada vez más lejos de su puerto. Salí a la popa del barco y el viento nocturno golpeó mi rostro. La costa cada vez era más diminuta, cada vez hacía más frío y cada minuto incrementaba el vaivén del oleaje. Nos dirigíamos hacia Cabo de Hornos.

Antes de las 8am, con botas, pantalón, suéter, chamarra y gorro de lana, salí de mi camerino. Nuestro guía de tripulación nos dio una advertencia con un distintivo acento chileno: “El mar está muy bravo, deben subir con cuidado al zodiac”. Antes, dos aclaraciones: la primera, Cabo de Hornos es el lugar más austral del continente, durante siglos fue una importante ruta de navegación y sus condiciones climatológicas, debido a que convergen el océano Pacífico y Atlántico, causaron cientos de naufragios; y la segunda: zodiac es un bote explorador para doce personas que fue el transporte oficial entre el Ventus y nuestros destinos salvajes.

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El objetivo en Cabo de Hornos era llegar hasta su mítico faro y el recorrido fue una odisea: subir cerca de cien escalones rojos esparcidos por una ladera de la isla, quizá no suena tan complicado, pero realizar esta labor azotado por vientos de cerca de 50 km/h es completamente diferente. Mientras recorría el camino pedregoso, era casi imposible escuchar la voz del resto de la tripulación que se encontraba a escasos centímetros de mí. El clima era tan frío que que pulsar el botón de disparo de mi cámara fotográfica se transformó en en un acto de fe con mi pulgar entumido. Al llegar al faro me sentí privilegiado: era de las pocas, ínfimas personas que durante toda la historia de la humanidad, pudo llegar a buen puerto y sobrevivir a Cabos de Hornos.

Horas después, continuamos con el legado darwiniano en Tierra de Fuego y me dirigí a la segunda marcha del día en la Bahía de Wulaia, un destacado asentamiento indígena hasta el siglo XIX. Después de visitar un pequeño museo a orillas del mar, inició la expedición hasta el mirador.

La travesía dura poco más de dos horas y el camino hacia la punta más alta es una experiencia enfocada en descubrir el ecosistema magallánico. Fue impresionante notar cómo la gama cromática, los aromas y la flora del bosque van mutando según la altitud: de un instante a otro, las coníferas y el piso enlodado se volvieron una alfombra blanca tapizada de nieve y con árboles cubiertos por hielo como si fueran tentáculos invernales.

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LOS GLACIARES DE DARWIN

Al siguiente día, temprano, desperté por una lluvia intensa que azotaba el Canal de Beagle y me preparé para el desembarco en el Glaciar Pía. El camino hacia la cima de una colina que funge como mirador, fue invadido por piedras resbaladizas y lodazales, mi único aliado fueron las ramas que sirvieron como apoyo para escalar; mis botas resbalaban y la brisa salpicó la llovizna directo hacia mis ojos. Fue una ruta compleja y agotadora, las tres capas de ropa impermeable fracasaron, pero la exhausta caminata tuvo una clara recompensa: vi el primer glaciar de mi viaje.

Pero no sería el único.

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Luego de regresar al Ventus, no pude asistir a la aventura vespertina pues mis botas aún se encontraban en un estado semilíquido. Opté por ver observar el Glaciar Garibaldi desde la cubierta del barco con un whiskey en la mano y sentado frente a un enorme ventanal.

Una experiencia similar ocurrió casi 24 horas después, sólo que bajo circunstancias mucho más íntimas. Arriba del zodiac, navegué quince minutos entre pedazos de hielo que flotaban el océano, me postré frente a frente del Glaciar Condor, con sus surcos de color azul oscuro y un velo turquesa inamovible.

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LOS PINGÜINOS DE MAGALLANES

Por fin, tras varias millas náuticas, diez comidas en el comedor del barco y cuatro gigas de fotografías, amanecí con la vista de la Isla Magdalena desde mi camerino. Estaba a unas horas de descender definitivamente en Punta Arenas, Chile, mi destino final, pero aún quedaba un recorrido más. Y a pesar de que estuve a metros de distancia de glaciares, caminé sobre la nieve más brillante y circunnavegué el Cabo de Hornos, esta isla fue lo que más me emocionó de todo el viaje por una simple y sencilla razón: pinguinos.

Isla Magdalena es una área protegida por el gobierno chileno, que sirve como santuario de los Pingüinos de Magallanes. Caminé entre sus nidos -claro, bajo la restricción de no intervenir en su camino ni utilizar selfie sticks- y cuando los vi pasar frente a mis pies cargando escombros entre sus picos para reacomodar sus madrigueras, fue un retorno inocente a la infancia y recuperé el factor sorpresa que por algunos minutos, me hizo partícipe de la magia que aún conserva la naturaleza en el fin del mundo.

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Crucero Australis

Exploradores de la Patagonia

La forma más sencilla para viajar y conocer el fin del mundo es a través de la agencia de viajes JULIA TOURS (juliatours.com.mx). Ellos se encargan de traslados, hospedajes y reservación del crucero.

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3 DATOS ANTES DE VIAJAR

  1. La temporada de cruceros –ya sea para un viaje de cuatro u ocho días- inicia en septiembre y se prolonga hasta abril. Misma época en la cual podrás visitar Isla Magdalena y conocer a los pingüinos.
  2. Australis ofrece tres comidas abordo –buffete en desayuno y comida, y una cena gourmet-, barra libre, y pláticas y películas con información sobre los sitios que explorarás al siguiente día.
  3. No importa la edad para visitar la Patagonia: los guías y las expediciones se adecuan a las capacidades y resistencia física (el promedio de edad de los tripulantes oscila cerca de los 54 años). Lo que sí es sumamente relevante, es llevar prendas invernales e impermeables, en caso contrario, las excursiones se vuelven un suplicio.

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